Domingo 27 de septiembre de 2015 La campaña de las elecciones autonómicas catalanas ha batido records de sandez y fascismo. Hasta a mí me asombran las asimilaciones de pueblo/estado o libertad/pasaporte con las que, personas infames dedicadas al pillaje durante generaciones, han estado manipulando a la inerme población con verdaderos disparates histórico/delirantes e inventándose fracturas que son dificilísimas de cerrar. El patriotismo es el último refugio de los canallas, afirma la sobada cita de Johnson. En algunos sitios, según parece, también es su primera (y única) casamata.
Gracias a estos comicios y
una vez convertida la bandera en capote o engaño se le vigila el grado de
patriotismo a la gente como la fiebre al enfermo. Alguno afirma que no se
siente español. Es curioso. Yo cuando hago un largo en la piscina ya me siento
Phelps, cuando entro en el bar me convierto en Clint Eastwood y ya, si me tomo
dos cañas, soy Batman. Estas personas parece ser que carecen de una empatía que
a mí me resulta inevitable. Cierta vez en París compré un paquete de Winston
con tan fino (y breve) acento que la estanquera, a la que he deformado en el
recuerdo como una joven actriz de Godard, me tomó por francés y empezó a
bromear conmigo. Durante ese instante no sólo me sentí parisino, me transubstancié
en una mezcla de Jean Paul Belmondo y Auguste Dupin. Supongo que no tengo
personalidad. Me gustaría, como a estos apolíneos apátridas, sentirme ciudadano
del mundo, pero enseguida veo los informativos, leo a algún columnista chalado,
oigo a un político decir chorradas, a un nacionalista cantar himnos, a un fulano escupir en la calle o un
edificio público lleno de mierda y me siento español de manera fulminante,
irrenunciable, definitiva.
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